“Yo creo que la música ayuda siempre a comprender un poco este asunto.
Bueno, no a comprender porque la verdad es que no comprendo nada. Lo único que
hago es darme cuenta de que hay algo. Como esos sueños, no es cierto, en que
empiezas a sospecharte que todo se va a echar a perder, y tienes un poco de
miedo por adelantado; pero al mismo tiempo no estas nada seguro, y a lo mejor
todo se da vuelta como un panqueque y de repente estás acostado con una chica
preciosa y todo es divinamente perfecto”.
La literatura
de Julio Cortázar se encarga de imponer la realidad de la literatura, de ese
algo intangible que existe en nuestra realidad cotidiana. Aquello cuyo sentido
se nos escapa pero que podemos percibir, por momentos más intuitivo que
intelectual.
En
“El Perseguidor”, la música del Charlie Parker retratado por Cortázar era su
manera de exteriorizar aquella percepción intuitiva de la ambigüedad de la
realidad, el tiempo escindido que rige tanto la lógica del reloj para el
narrador, como una lógica propia, del recuerdo, del genio de Johnny Carter
(alter ego de Parker) que le permite sentir haber vivido quince minutos en un
viaje de metro que dura solo dos.
“Johnny tiene razón, la realidad no puede ser
esto, no es posible que ser crítico de jazz sea la realidad, porque entonces
hay alguien que nos está tomando el pelo.” La realidad, el tiempo, son
conceptos que quedan escindidos desde la perspectiva artística, que nos permite
vivir en dos mundos en simultáneo, que desata el manto de los sueños y la
creatividad igualándolo al de la realidad cotidiana.
Por
lo menos, gracias a autores como él sabemos que además de las apariencias
sólidas de lo material, además de la consecución invariable de los números del
reloj, está la belleza intangible pero igualmente real del arte, de la música,
de la literatura.
“Que la música salve por lo menos el resto de
la noche, y cumpla a fondo una de sus peores misiones, la de ponernos un buen
biombo delante del espejo, borrarnos del mapa durante un par de horas”.